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Desde luego sola no parecía la mejor palabra para responder a la pregunta ¿cómo estás?, de eso me di cuenta enseguida. Era, sin duda, un claro choque entre la cortesía que emanaba de la cuestión y la irremisible sinceridad de mi —¿alocada?— respuesta, pero fue así como me salió y está claro que, en el aire, de forma invisible pero certera, algo estaba empezando a hacerse añicos.

El caso es que Ramón Carlos estaba sentado al otro lado de la mesa y, después de los dos besos y las sonrisas de rigor, me miraba expectante, repasando, quizá, mentalmente, como yo misma hacía, nuestros años de compañeros en el colegio, sin retirar aún una sonrisa leve de sus comisuras. Siempre nos habíamos llevado bien, sentíamos una indemostrable —tal vez inconfesable, también— simpatía mutua, pero luego nuestros ríos tomaron cauces diferentes sin habernos dado la oportunidad de… quién sabe. A él no lo había abandonado el encanto, el tiempo lo había tratado bien, había pulido su aureola de charme, su sonrisa parecía franca, aunque hace ya mucho tiempo que dejé de fiarme de las señales aparentes. El caso es que, en una fracción de segundo —porque así de caprichoso es el tiempo; caben siglos en los segundos— comencé a imaginarme mi vida con él, una pasión madura, un romanticismo postergado, pero no exento de luces y de colores… Ni siquiera sé si él sabía lo de mi marido, aunque intuyo que sí, y yo creo que empezaba a sonreírme a mí misma de forma bobalicona, cuando un innecesario carraspeo rasgó el aire y me sacó bruscamente de mi ensimismamiento.

—¡Cuánto tiempo!, Carmen. Pues tú dirás…— Todo ello sin ceder ni un milímetro de aquella sonrisa medida.

En aquel momento comprendí que otra vez iban a denegarme el crédito.